—¿Quién sos?
—No importa quién soy, ni cómo soy, ni lo que soy. Lo que importa es que aquí estoy.
Me desperté con esas palabras todavía suspendidas en mis oídos. La habitación del sueño no era la mía, pero tampoco me era ajena.
Las paredes blancas, el gran ventanal cubierto con cortinas livianas, transparentes y blanquecinas.
Revoloteaban grandes mariposas blancas, como si fuesen de un papel etéreo, como si un artista las hubiera troquelado o pintado para decorar el lugar con sumo cuidado y belleza. No entraba la luz. No había sombra ni claridad. No se podía determinar si era de día o de noche. Era atemporal. El lugar tenía su propia luminosidad y resplandecía.
Había una calma inexplicable… Y él estaba ahí.
Apoyado contra una de las paredes, vestido de negro, traje muy elegante, sombrero ladeado, una pierna doblada hacia atrás, el pie descansando con desparpajo sobre la pared.
¡Qué hombre más extraño!, pensé al verlo. Como salido de otra época, donde los hombres se vestían así. No le vi la cara. No hizo falta.
Me habló con voz grave, sensual, seductora, agradable, como si me conociera desde siempre…
Desperté de madrugada, tomé el celular y escribí cada palabra para no olvidarme el diálogo. No sé por qué asocié ese hombre del sueño con la muerte. Me pregunté por qué siempre imaginamos a la muerte como mujer. Recordé aquel cuento de Mujica Laínez que decía: “Madame la Mort. A la muerte, le gusta que le hablen en francés.”
Me sonreí y pensé: ¿Por qué la muerte no puede ser Monsieur La Mort?
Quizás por eso estaba tan bien vestido, tan elegante. Quizás por eso no traía guadaña ni relojes de arena, ni capas raídas ni rostros descarnados.
Traía, en cambio, algo más perturbador, más intrigante: su presencia.
Una presencia tan segura, tan calma, tan enigmática que desarmaba toda defensa. Como si supiera que siempre me han atraído los hombres de traje y con los zapatos bien lustrados.
No venía a arrebatar nada, ni a imponer finales. Estaba ahí. Como quien espera, sin apuro, sin promesas.
De pronto la habitación se hizo más visible: era un espacio intangible, suspendido en el cosmos. Se divisaba el umbral enmarcado por las mariposas que volaban. Giraban en espirales suaves cerca de mí, como si tejieran un círculo, un límite invisible que me protegía. O quizás era una trampa.
—¿Estoy soñando nuevamente? —me pregunté.
El hombre del sombrero no respondió. Solo se incorporó lentamente y caminó hacia mí.
No hacían ruido ni sus pasos, ni la ropa, ni el aire a su alrededor.
—No importa si estás soñando —dijo, acercándose con esa voz que me transformaba.
— Lo que importa es que estás aquí, conmigo.
Lo miré sin miedo, pero con una curiosidad que me ardía en el pecho. Sabía que si daba un paso más hacia él, algo iba a cambiar. No sabía qué. No sabía si quería averiguarlo.
—¿Esto es un umbral? —pregunté.
Él asintió; hizo apenas un gesto con la cabeza. Y luego añadió, como quien dice un secreto:
—A veces, los vivos cruzan sin darse cuenta.
Sentí que las mariposas comenzaban a acercarse más, rozando mis hombros, mi cabello, acariciándome, como si quisieran guiarme, como si supieran algo que yo aún no comprendía. No eran simples insectos. Eran mensajeras, piezas vivas de una coreografía ancestral.
—¿Y si cruzo? —pregunté, con voz apenas audible.
Él no respondió enseguida. Bajó la cabeza, como reflexionando sobre una verdad que le estaba vedada decir en voz alta.
—Si cruzás —dijo al fin— no serás la misma. Pero tampoco lo serás si te quedás.
Era una difícil elección, como todas las que he tomado en mi vida, así que no dudé. Me acerqué un poco más. Podía oler su envolvente perfume, una mezcla de madera, sándalo, ámbar, pachuli, cedro y tabaco. Muy familiar. Casi íntimo.
—¿Por qué yo? —quise saber.
Monsieur La Mort sonrió e hizo un gesto leve, elegante. Ni burla ni consuelo.
Solo una sonrisa que parecía decir: "¿Y por qué no?"
Extendió una mano enguantada. No me tocó. La dejó suspendida entre nosotros como una invitación o una despedida...
Y de pronto, todo comenzó a desvanecerse.
Y su voz flotó en el aire:
— No importa quién soy, ni cómo soy, ni lo que soy. Lo que importa es que aquí estoy.
Mis sentidos se volvieron conscientes. Sentí la presencia del entorno en mi realidad cotidiana…
Abrí la ventana, los rayos del sol de esa mañana otoñal iluminaban mi habitación y un ala de mariposa blanca resplandecía suspendida en el aire.